«Los días pasan y no suelen ser muy diferentes. Esta noche no he podido dormir. Me he levantado a las cinco de la mañana, inquieto. He ido al salón de mi casa, he encendido la televisión, he sacado de la nevera una botella de agua fría y he mirado las noticias en el móvil hasta que ha sonado el despertador. Ya estaba despierto, pero necesitaba despejarme, así que me he dado una ducha caliente. Después, he bebido otro vaso de agua y he comido un trozo de pan. No tenía mucha hambre. Al terminar, me he cepillado los dientes, he bajado al garaje, he cogido mi coche y he ido al trabajo.
Al llegar, he encendido el ordenador, revisado los correos y, como todas las mañanas, he ido con mis compañeras al bar de al lado a tomar café. Allí ya nos conocen; saben cómo me gusta el café y el trato es familiar.
Pero pronto me he dado cuenta de que no era un día normal. El teléfono no paraba de sonar: llamadas de distintos medios que querían la opinión del director sobre el desalojo que está a punto de suceder el 25 de febrero en una finca privada situada en el paraje Los Bojares, en Níjar (Almería). En esta ocasión, no es una entidad pública la que reclama el suelo, sino el propietario, que quiere recuperar la finca para su uso.
En ese asentamiento viven 60 personas, incluidas familias con menores. Son personas que trabajan. Niños que van a la escuela. Padres y madres que cuidan de sus hijos. Son trabajadores agrícolas que se levantan todas las mañanas para sostener el campo almeriense: ese que tantas alegrías nos ha dado y que, al mismo tiempo, castiga a tantos otros.

Esta mañana, ellos no han seguido el mismo proceso que yo. No han encendido la luz porque no tienen. No han abierto el grifo para beber agua potable porque no hay. No han sacado comida de un frigorífico porque, si lo tienen, es con la inestabilidad de un tendido eléctrico precario, insuficiente para 60 personas.
Hoy han despertado con la noticia de que perderán su hogar. Porque, dentro de la precariedad y la vulnerabilidad, ese sigue siendo su hogar. Tan digno como las mansiones de aquellos para quienes trabajan.
Algunas familias han decidido dejarlo todo —lo poco que les queda— e irse a Murcia en busca de una nueva vida. Otras intentarán sobrevivir en otros asentamientos de la zona.
La justicia sigue su curso y su respuesta es lícita. Pero la respuesta de la administración es, como de costumbre, ausente.
Un desalojo siempre debería ir ligado a un realojo.
El campo almeriense sobrevive gracias a la mano de obra de miles de migrantes que trabajan en un sector del que los españoles se alejaron hace tiempo. Algo debe de estar pasando en el campo para que los únicos que quieran trabajar en él sean aquellos que no tienen otra opción.
Después de tantas llamadas y las explicaciones de mi jefe, he salido tarde del trabajo. Una mujer del barrio, agradecida por lo que hacemos, nos ha traído cuscús para todo el equipo. Hemos comido juntos, al estilo africano, todos del mismo plato.
Al terminar, he cogido el coche y he vuelto a casa. Me he tumbado en mi cómodo sofá, luego he salido a pasear para despejarme y después he vuelto al mismo sofá. Me he preparado la cena y, tras comer, me he puesto a escribir.
No he dejado de pensar ni un solo momento que todo el revuelo de hoy es la realidad diaria de miles de personas. La única diferencia entre ellos y yo es que he tenido la suerte de nacer al otro lado del Mediterráneo.
Y mientras escribo, con todas las comodidades del mundo rico, me pregunto: ¿qué está pasando por la cabeza de nuestra sociedad para que siempre culpemos de todos los problemas a los más vulnerables?
Tenemos miedo de perder la cultura europea. Pero si la respuesta ante la injusticia es señalar al más débil, quizás el problema no sean ellos. Quizás el problema sea nuestra propia cultura.»
Alfonso García Moreno
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